Siempre
he sentido fascinación por los grandes árboles, seres inabarcables capaces de
cumplir 100, 500, 1000 años y seguir creciendo y fructificando como si fueran
jovencitos brinzales. Seguramente es envidia por esa victoria sobre el tiempo.
Quizá también sea admiración ante tan fieles testigos mudos de miles de
nuestras grandes y pequeñas historias.
Pudo
tener la culpa el ciprés de Silos, ese “enhiesto surtidor de sombra y sueño”
que conocí de niño y sigue siendo mi confidente, como lo fue de Gerardo Diego o
de Unamuno. O quizá la tuvo el drago milenario de Icod de los vinos, viajo
amigo de los billetes de 500 pesetas a quine tuve la oportunidad de tratar tan
de cerca que me dejó entrar en el hueco de su tronco. El caso es que siempre
los he visto como grandes monumentos naturales, admirados, fabulosos, pero muy
frágiles. En el último siglo ha desaparecido el 80 % de ellos.
Muchos,
muchísimos de mis favoritos, han muerto ya, la mayoría no de viejos, sino por
culpa
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